2. Iquitos y la ley de la selva (I), publicado el 8 de setiembre de 2008

•octubre 3, 2008 • 2 comentarios

Esta es la segunda entrega de Gringos Vagabundos y su aventura en Iquitos, en medio de la selva. Ellos decidieron adentrarse en este mundo un poco escapando de las agencias que les ofrecían un viaje inigualable, incomparable y maravilloso pero a precios exorbitantes. Y se encontraron en medio de la selva, sin GPS ni brújula ni nada que les ayudara a ubicarse, sin saber exactamente cómo saldrían de este aprieto…

– «¿Entonces ustedes entraron a la selva amazónica sin brújula, sin agua, comida, machete, ni radio, con solo dos linternas y, por Dios, sin dispositivo de rastreo por GPS?»
– «Bueno, emm, sí,» dije, apretando la chela en mi mano e intentando no parecer tan tonto como me sentía.
– «¡Jesús! ¡Qué fucking estúpidos!» dijo nuestro compañero de cantina, un viejo, barbudo, norteamericano, vestido en ropa de safari.

Estábamos sentados en el restaurante-cantina estilo norteamericano The Yellow Rose of Texas, el point de reunión para gringos que tropiezan con Iquitos, el destino más conocido de la Amazonía peruana, al que se llega solamente por barco o avión.

Fue la noche de un viernes, día que regresamos a Iquitos de una excursión selvática de cuatro días por el afluente Yanayacu del río Amazonas. Estábamos contando nuestra historia de horror al viejo hombre de safari, Doug, sobre una noche entera en que nos perdimos en la selva.

– «Ja, ja. Ya, bueno, nuestro guía estaba a cargo y tenía todo, menos el GPS, no somos ricos, entiendes? Es que teníamos la comida y agua y todo en nuestra carpa, que no nos ayudó para nada porque no podíamos encontrar la carpa».

– «No, no», Todd me interrumpió. «No teníamos todo. El guía no trajo brújula ni radio cuando salimos del lodge para hacer camping».

– «Ah ya, tienes razón. Pero sí trajimos comida y agua.»

– «Por Dios, ¿y el machete?»

– «¿Recuerdas? Es por el puto machete que el guía hizo que nos perdiéramos en la selva en primer lugar».

Iquitos, y específicamente el Yellow Rose, atraen a un grupo ecléctico, desde los turistas comunes y naturalistas sensibles hasta tipos que solamente se puede describir como excéntricos. Doug pertenecía al último grupo. Aparte de ser un entusiasta del GPS, él se describió a sí mismo como periodista independiente, explorador, ex profesor universitario y ex socialista. Nunca descubrimos exactamente qué estaba haciendo en Iquitos, pero parecía que tenía bastante conocimiento de la zona y del pequeño grupo de expatriados que frecuentan el Yellow Rose.

Creo que este grupo merece una explicación. Quizás el hecho de vivir en una isla con la bulla de mil mototaxis zumbando como bichos de metal, separados de la civilización, viviendo bajo el amparo de la ley de la selva, vuelve a todos un poco desquiciados. O, probablemente, Iquitos los atrae.

Ya había leído sobre algunos integrantes de este grupo de expatriados en periódicos de Lima o en literatura turística. Vimos al norteamericano Ronald Wheelock, el «gringo chamán,» en el Yellow Rose. Es un demacrado hippie blanco de Kansas, a quien El Comercio le dedicó una crónica que leí hace varios meses. Según este periódico, Wheelock vive en un bosque cerca de Iquitos con su hijo de cinco años, a quien llamó Quetzalcoatl. Allí él y el pequeño Quetzalcoatl crían sus plantas medicinales y atienden a pacientes con ceremonias de ayahuasca, el brebaje sagrado de las comunidades de la selva amazónica. Según el artículo, el niño ha probado el mítico alucinógeno unas doce veces.

Otro excéntrico era el dueño del Yellow Rose, el texano de voz resonante, Gerald Mayeaux, ex ingeniero petrolero que nos contó que trabajó 10 años en Libia, pero tuvo que huir «cuando Reagan bombardeó a Gaddafi». No sé cómo o cuándo llegó a Iquitos, pero imagino que tiene algo que ver con el oro negro también. Y como buen petrolero, Gerald ha convertido un pedazo de la selva peruana en territorio de su amado Estados Unidos. Su bar es puro americano: los platos, la música country, hasta los mozos engalanados con polos de su equipo favorito de fútbol americano. Y no pasa su jubilación tan mal tampoco. Gracias a algún acuerdo con los libros de guía norteamericanos, ellos recomiendan a los turistas que acudan a Gerald para que les brinde información turística gratis. De esta manera, él gana clientes en su bar, y los pobres agentes de turismo de la municipalidad se rascan la panza.

Fue este tipo de gente que encontramos en Iquitos, y Doug, el viejo hombre de safari a quien contamos nuestra historia de perdernos en la selva peruana, encajó en el molde excéntrico. Su reacción a la historia fue fuerte y, por supuesto, llena de opiniones.

– «Bueno, puedo decirte por mi experiencia en el Perú, que tu primer paso en falso fue dejar todo en manos del guía local. Porque si ellos no conocen la ruta o no tienen todos los suministros que ellos mismos piensan que necesitan para el viaje, nunca van a avisarte. Siempre es, sí señor, todo bien, la carpa está al otro lado de estos arbustos, o sí señor, las ruinas están para allá». Yo mismo he tenido que sentarme con mi guía en varias ocasiones y explicarle que está bien si no sabe algo, es mejor admitirlo para que yo sepa. Creo que esta actitud viene del viejo contexto colonial, y los locales tienen miedo de admitir ignorancia o incapacidad frente un hombre blanco».

Doug, es pues un hombre de opiniones fuertes. Esa noche nos contó varias historias. Nos contó que vivió en Cuba para experimentar el comunismo. También dijo que perdió su cargo como profesor universitario por defender públicamente sus opiniones contra la homosexualidad. Según él, fue una defensa de la libertad de expresión, y que solamente le quitaron su cargo porque nuestro país se ha convertido en una «dictadura de tolerancia». Fue un escritor fracasado y yo lo veía como uno de esos hombres que modelan sus vidas en el ideal romántico de Thomas Carlyle para el que la historia es la biografía de grandes hombres, pero que nunca llegan a dejar una huella en sus páginas. Por eso tomé sus opiniones fuertes con cierto escepticismo.

Fue mi propia desconfianza en la industria del turismo en el Perú que nos llevó al lío de perdernos en la selva. He tenido experiencias increíbles con gente del turismo en Perú – en el Camino Inca y en Huacachina. Pero también he tenido varias experiencias malas, como en el sur de Lima, cuando casi cada persona que cruzamos entre Paracas y Nasca intentaron vendernos el «mejor precio en todo Perú» para el sobrevuelo de las líneas. Casi todos estos halcones intentaron cobrarnos $100 dólares más de lo que valía el boleto. Afortunadamente, esperamos para comprarlo en Nasca, y lo conseguimos a un buen precio. Pero el hecho es que muchos, no todos, pero muchos peruanos en centros turísticos como la costa del sur o Cusco ven y tratan al extranjero como una mina de oro que pueden aprovechar.

Y esta desconfianza fue lo que nos hizo escoger una agencia cuestionable para la excursión a la selva.

-«Oye gringo, ¿quieres ir a la selva? Camping y monos. ¡Capturar lagartos! ¡Pescar pirañas! ¡Ayahuasca! ¿Quieres hacer ayahuasca en la selva?»

Como extranjero caminando por las calles alrededor de la plaza de Iquitos no puedes evitarlo. Fuimos a Iquitos con la idea de buscar al ayahuasca y el chamanismo cerca de esta ciudad. Pero nos enganchó esto de las excursiones – en el fondo todos los hombres quieren jugar el papel de Tarzán – y decidimos dejar de lado el ayahuasca por unos días para explorar la naturaleza de la selva. Pero no queríamos ser explotados por una agencia. Lejos de considerar a la empresa que sería la más segura, decidimos escoger la excursión con el precio más barato, y de allí negociar algo aún más barato para que sea justo, nos dijimos. Espero que la historia de perdernos en la selva, que contaré en la siguiente crónica, sirva como una advertencia para cualquier viajero que cree que puede zambullirse en la selva sin mayor preparación que preguntar cuánto le va a dañar su billetera…

1. Gringos vagabundos, rumbo al sur, publicado el 24 de julio de 2008

•octubre 3, 2008 • 4 comentarios

Con estas líneas inauguramos: Gringos Vagabundos, la nueva sección de VOL que intentará ver, grabar y meditar sobre la cultura y el turismo de Sudamérica desde los ojos de un extranjero. Es el relato de un viaje en búsqueda de la cultura, la naturaleza, turismo de aventura, música y la vida nocturna en los points más visitados y los rincones desconocidos desde la selva peruana a los callejones de Buenos Aires, desde la mirada de un joven gringo periodista. Esta columna lo tendrá casi todo, perfiles y reflexiones «from the road» sobre los lugares, la cultura y las personas que encuentren en el camino y relatos de las aventuras y experiencias que Andrew y Todd, «el profesor» -un joven gringo afable y a veces un poco loco- en su viaje de vacaciones luego de terminar su primer año como maestro de colegio.

Mirando a través de la ventana de un bus rumbo al sur, en plena Panamericana, veo un desierto que se extiende por kilómetros entre Ica y Nasca. Nada de él llama mi atención. Para viajeros del Gringo Trail o Camino del Gringo -llamado así en las guías norteamericanas-, la extensión arenosa parece tan poco llamativa como otros desiertos, al igual que sus casas de adobe. Pero esta percepción cambia cuando uno se encuentra a cientos de metros del suelo en un avión Cessna sobrevolando el desierto de Ica, en el que el suelo arenoso revela uno de los misterios más grandes del mundo: las increíbles Líneas de Nasca.

El llamado Gringo Trail al sur de Lima es una cadena de atracciones turísticas para mochileros que incluye las Islas Ballestas, las bodegas de Ica, las dunas de arena de la Huacachina y las Líneas de Nasca. La música rock europea llena los bares de los hoteles. La mayoría de los mochileros extranjeros pasan las noches en Huacachina, y los peruanos de aquí, no son turistas sino forman parte de la industria del turismo.

Salí de Lima con mi amigo Todd, «el profe», directo a Nasca para averiguar qué es lo que atrae a tantos extranjeros e intentar verla con nuevos ojos. Habíamos planificado que este viaje sería la primera parte de un tour por el continente. Como maestro en un colegio de la ciudad de Boston en los EEUU, «el profe» tenía todo el verano norteamericano de vacaciones (de junio a agosto), y entonces me llamó para sugerirme vagar por el continente entero. Yo estaba atado a Lima trabajando para una agencia de noticias estadounidense desde enero y tenía ganas de huir de la gris Lima, del invierno y tirarme al camino abierto. Acepté y nos pusimos de acuerdo en viajar por Perú, Bolivia, Brasil y Argentina, país donde estudiamos y deambulamos hace ya algunos años.

Queríamos empaparnos de la cultura local y experimentar lo mejor de la costa sureña en la ruta a Nasca. Siempre he encontrado que mis experiencias gratificantes han ocurrido en el camino a las atracciones turísticas. Pero el estado devastado de Pisco e Ica cambió nuestros planes. Encontramos un Pisco convertido en un laberinto de carpas y chozas a medio construir, con el olor fuerte de basura y desagüe en el aire. Después de un tour rápido por las Islas Ballestas, huimos por la Panamericana en un bus directo a Ica, donde encontramos bodegas como Vista Alegre, que está siendo reconstruida a causa de los daños causados por el terremoto.

Nunca podré probar vino y pisco en los alrededores de Ica sin pensar en nuestro chofer del tour, quien perdió su casa por el terremoto. Vive en una carpa desde agosto del 2007 porque el gobierno, después de casi un año de ocurrido el sismo, aún no ha terminado de reconstruir las viviendas de los damnificados. Curiosamente cada día él pasa por un muro pintado con el lema «Gracias a Alan, el Perú Avanza». (¿?)

Su caso me hizo recordar al de los residentes de Nueva Orleans, en mi país, quienes todavía viven en casas temporarias desde la aparición del Huracán Katrina el 2005, todos ellos sin poder regresar a sus casas propias, aunque nuestro gobierno -el más poderoso del mundo- dice que está haciendo todo lo que puede dentro de su capacidad para reconstruir la región. En los Estados Unidos, como en el Perú, es más fácil hacer propaganda del Estado que servir a la gente.

Me hizo recordar que el viajar, particularmente en el exterior, es un privilegio. Para mí, el viajar es irse a algún lado o explorar algo que altera tu perspectiva del mundo. Mientras la revolución de las telecomunicaciones y del transporte masivo nos hace el mundo más pequeño e interconectado, es fácil ignorar todo lo no familiar o incómodo hasta cuando estás viajando. Y, después de viajar bastante, las guaridas de los mochileros como Huacachina, donde abundan los bares junto a la piscina, el olor a marihuana y los peinados rastas, empiezan a parecer lo mismo.

Pasamos dos noches en Huacachina, y aunque no experimentamos la cultura local, regresaría para surfear en la arena. En casa solía practicar el snowboard (surf de nieve), pero cuando corrí en una tabla sobre la arena me pareció tan extraño como respirar debajo del agua. Surfear en la arena fue más lento que sobre la nieve, pero las dunas pintorescas fueron más que suficiente para lograr el mismo placer. Y el viaje en buggy (4×4), arriba y abajo sobre las dunas, fue mejor que una montaña rusa…

Terminamos el viaje en Nasca, donde por el azar, gracias a un documental que vimos antes de subir a la avioneta para sobrevolar las líneas, descubrí que en California existen antiguos geoglifos de indígenas norteamericanos. La pregunta de por qué nunca me había enterado de los geoglifos californianos antes me llevó a preguntarme por qué la historia antigua e indígena de mi país no tiene el valor cultural que tienen las culturas en el Perú. Al fin y al cabo me maravillé por cómo el viajar puede darle a uno una nueva perspectiva sobre su propio país.